Esta entrada no tiene nada que ver con temática trans, sino con la sensación que tengo a veces. Es una sensación de rabia, desesperación y hartazgo hacia la sociedad en general. Porque encima parece que "vivimos", pero sólo malvivimos y lo hacemos cohabitando con prejuicios, dolor y discriminación. Estamos cargados de mierda... Y bueno, estaba escuchando a Bowie y una cosa llevó a la otra.
Estaba allí. Simplemente estaba. Su cuerpo, pero no su alma. La lluvia calaba hasta lo más hondo, más allá de la ropa y la piel. El viento azotaba contra su rostro, llevándose de ese modo sus lágrimas. Quería gritar, pero sabía que ni gritando escucharían su rabia. La oscuridad le cobijaba, como el mayor de los monstruos, y a la vez ataba sus pies al suelo, como si fueran las raíces de un árbol. La realidad le había dado miles de golpes, todos muy certeros, pero seguía en pie porque jamás se rendía. Sin embargo, a veces, se preguntaba hasta cuándo se incorporaría.
La luz suave de una farola tintineaba. Pronto se apagaría. Igual que la luz de muchas de las esperanzas que habían surgido en su pecho. Luces que habían dado cierto calor a su cuerpo, a su alma, tras la enorme coraza llevaba consigo casi desde su nacimiento. Era como un caparazón de tortuga, el cual estaba adherido a su escuálida e insignificante figura. Crecía cada año, se endurecía con cada palabra y mal gesto. Crecía y le oprimía. Provocaba que tuviera que tomar la espada, aunque estuviera conformada por miles de palabras furibundas y afiladas.
Estaba allí. La imagen era impresionante. Impresionaba porque el resto del mundo parecía yermo, pero aquel monigote, que parecía un junco humano, emitía vida. En su mirada triste, había algo de rebeldía y rabia. Era como si esa mezcla de sentimientos no pudiese contenerla y la vomitara como el aliento cálido de un dragón.
Al final echó a gritar. Emitió un sonido desgarrador. Después sus pies se movieron rápidos, como si fuera un ave a punto de despegar su vuelo, y despareció por el callejón a la vez que la farola se apagaba y la lluvia se hacía más torrencial.
Una pisada tras otra, una zancada más, y el sonido de las llaves girando en la cerradura, su aliento agitado en el portal, el portazo y sus zapatillas encharcadas manchando cada peldaño de los escalones hasta su apartamento. Por último silencio.
Otra decepción. Una más. Se había llevado demasiadas. La sociedad le decepcionaba día a día. Era como beber café solo y sin azúcar, pues era profundamente amarga la sensación cotidiana. Dicen que el ser humano tiene “remedio”, pero me confesó que no existe solución porque somos criaturas impuras, llenas de envidia y odio. Nacemos como tabula rasa, pero pronto nos retorcemos y jamás nos enderezamos. Porque la sociedad está contaminada; ya que todo lo bueno se oculta, se marchita y se asesina.
Decía que era de este mundo, pero yo opino que no lo era. Yo le llamaba Ziggy, pues solía decir que nos quedaban pocos años de “vida” si es que el ser humano llega a vivir realmente. Jamás supe su nombre real. Sólo sé que después de esa noche, esa tormenta y ese portazo, se esfumó y sólo quedó sus pisadas húmedas por el hall del edificio, las escaleras y la puerta de su apartamento.
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