Reconozco que a veces suelo revisar mis
viejas fotografías. Esas que ocasionalmente oculto, que intento
olvidar por todos los medios, pero que siguen en los álbum y no
puedo evitar la tentación de revisar. Digamos que es una tortura,
aunque también puede llegar a ser un auténtico orgullo.
No las oculto porque mi aspecto no
concordara con quien era, pues en la mayoría de imágenes soy el
mismo chico y llevo prendas que aún hoy me quedan, uso y suelo
apreciar bastante. Mi look no ha cambiado demasiado, pues suelo
variar mezclando estilos o buscando el mío propio adquiriendo
prendas que son de calidad y durarán algunas décadas. Todavía
tengo algunas sudaderas que adquirí en una tienda de surf cuando
contaba con quince años, las cuales me quedan y suelo usar de forma
habitual incluso para salir. No es la ropa, no es el peinado, ni
siquiera es el aspecto de mi cuerpo... Hablo de algo más. En mis
ojos se refleja la tristeza, amargura, la tortura que tenía que
soportar a diario y todo lo que callaba.
Cuando tenía siete años tuve que
asumir demasiadas cosas y la mayoría no eran agradables. Algunas
tenían que ver con mi responsabilidad como ser humano, ya que tenía
que hacerme a una idea que no todo el mundo tiene dos dedos de frente
y posee cierta conciencia. Hay cretinos y abundan demasiado en este
mundo. Las otras eran familiares. Poco a poco esas cargas familiares
se hicieron más pesadas, pero jamás llegaron a ser tan dolorosas
como las que tenía que administrar mi alma con respecto al vínculo
con otras externas o ajenas a mis sentimientos hacia mi verdadera
identidad.
Ese lastre que llevé desde los siete,
porque fue cuando se fortaleció el muro de las cisnormas que jamás
asumí del todo, se fue haciendo mayor como si fuera una bolita de
nieve que se convierte en un alud. Con diecisiete años intenté ser
otra persona, la persona que todos creían que debía ser. El
resultado no pudo ser peor.
Todos hemos nacido para destacar, para
ser diferentes e iguales a los demás, para sentir y expresarnos
libremente sacando los demonios que nos presionan y nos hacen
infelices; sin embargo, eso a veces es muy difícil para las personas
trans cuando no se sienten apoyadas. Yo no era apoyado del todo por
mi familia, pues temían que si lo hacía cada vez más latente -más
allá de vestir de forma “masculina” y tener un comportamiento
algo “masculino”- podría ser perjudicial para mis estudios,
posibles amigos, etc...
Tras la muerte de mi abuela, la cual
cuidé durante ocho años de durísima enfermedad degenerativa,
decidí que ya no iba a poder gestionando ese secreto a voces. Me
planté frente a mi madre y le dije que era ahora o nunca. Las
lágrimas no tardaron en surgir, la discusión se hizo cada vez más
apabullante y finalmente se rindió a las pocas horas. Tenía miedo,
pero yo ya no. Yo hacía años que había perdido el miedo. Tal vez
fue con el primer empujón con siete años en la fila del colegio,
quizá cuando me acribillaron a patadas en el recreo, puede que
cuando me quitaron mi libro de terror favorito y lo hicieron
añicos... Mi madre hay cosas que no sabe, pues ella cuando llegaba a
casa yo ya dormía. Creo que todo ese dolor se lo lleva mi abuela a
la tumba, aunque ella no supo tampoco todo lo que viví. Sólo se
hacía una idea y con esa idea se marchó.
Recuerdo un día que me hizo sonreír
como nunca. Llevaba más de seis años de enfermedad. A veces no me
reconocía, otras veces me confundía con su hermano o su padre, y
había días que me llamaba “cariño” y me apretaba la mano. Sin
embargo, se volvía agresiva, golpeaba, arañaba y se hacía daño a
ella misma como si hubiese sido poseída. La paciencia la aprendí
cuidándola, aunque más bien me la enseñó una vez muerta.
Paciencia para lidiar con sus recuerdos y con momentos que en ese
instante me superaban. Pero como he dicho, llevaba más de seis años
de enfermedad cuando le dio una lección a mi madre. Ella se quedó
mirándome mientras me vestía para salir con unos conocidos, sus
enormes ojos grises con tonalidades violetas no paraban quietos, y
entonces se giró a mi madre y le dijo: ¿Ves? Es un hombre. Te
empeñas en ocultar lo que es. Un hombre, eso es. Mi madre dijo que
estaba delirando, que no hiciese caso, que seguramente se confundía
y ella soltó un: ¡Y un coño!
Y un coño, mamá. Y un coño... No
pudo ser más acertada esa palabra. Me reí porque soy un hombre con
unos genitales distintos a los habituales, pero tan de hombre como
lo soy yo mismo. Sin embargo, esa sonrisa no se borró. Recuerdo que
me hice algunas fotografías que no sé dónde quedaron. Posiblemente
se colgaron a algún Tuenti de mis conocidos, pero yo no usaba esas
redes sociales.
El mayor cambio que he dado en mi vida
no han sido las hormonas, ni el conseguir mis medallas -que son mis
cicatrices en el torso-, sino la sonrisa con aires de libertad de
decir quien soy. Con cada pequeño gesto que mi familia, conocidos y
sociedad ha hecho para aceptarme -aunque todavía queda mucho por
recorrer, ya que sigo topándome con comentarios y acciones
transfóbicas a diario- me siento un poco más tranquilo. Mi vida ya
no gira entorno a un pozo oscuro, lleno de desasosiego, y
escepticismo. Tengo una sonrisa enorme y todo el mundo ha notado el
gran cambio físico, pero también la forma de relacionarme con
ellos.
Mi madre me ha llegado a decir que
desde los seis años no me veía tan feliz. Incluso me ha confesado
que pensó que mi cambio de actitud se debía a que tuve que madurar
muy rápido, pues debía hacerme mi propia comida, llegar a casa y
encontrarme solo, en muchas ocasiones desde los siete. Sin embargo,
no era por eso. Yo tuve una infancia triste porque la sociedad me
obligaba a unos cánones que nunca acepté, que veía como ajenos y
que hoy sé que hacía bien. Cada quien es distinto. Unos nacen
cisgéneros, otros nacemos trans... pero tanto unos como otros somos
diferentes entre sí. No hay ni una persona trans a otra aunque
hayamos vivido momentos similares, porque el modo de encajarlo y
aceptarlo, así como de lucharlo, es distinto.
Lo que mejor sienta a una persona trans
es ser libre de ser quien realmente es. Es decir, amor propio. Cuando
te amas todo va rodado.
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