Juventud divino tesoro, ¿no es así?
Recuerdo que cuando era un adolescente
deseaba desesperadamente encajar en el rompecabezas social que se
extendía ante mí, pero no lo lograba. Por mucho que me esforzaba
estaba siempre en mitad de la mesa sin encontrar el hueco donde
pertenecía. Unas veces por ser extremadamente avispado y entregado a
mis estudios, otras porque era el ojito derecho de algún profesor
que otro de Lengua y Literatura o Historia, en parte por mi físico
con algo de obesidad y la mayoría de las ocasiones, por no decir que
era en parte el gran problema para ellos, tenía que ver con mi
vestimenta y comportamiento. Era extremadamente masculino para ser
“una chica” y por lo tanto me señalaban.
Con siete años era muy alto, tenía
hombros algo anchos y unos rasgos que la sociedad veía como
masculinos-a pesar de todos sus avances y demostrarles mil veces que
ciertas características anatómicas no tienen nada que ver como el
sexo o género de una persona- y, para colmo, solía hablar de una
forma extraña al referirme a mí: “Soy una persona que...”, “Me
considero una persona que...”, “Me considero parte de la gente
que...”...
Sí, usaba “gente”, “persona” o
“ser humano” para referirme a mí. Nunca usaba “mujer”,
“chica”, “niña” y otros apelativos que tienen las mujeres
dependiendo de su edad. Odiaba sobre todo el término “señorita”
porque solían acuñarlo para negarme ciertas cosas o inculcarme
ciertos patrones de comportamiento. Por ejemplo: “Una señorita no
dice groserías” o “Una señorita debe aprender a cocinar bien”.
Pasé años arrinconado en una esquina
de la clase intentando aprender todo lo posible. A veces se me hacía
cuesta arriba ir al aula porque sabía que en cuanto se fuese el
profesor empezaría mi gran calvario. Muchos se acercaban a mí a
susurrarme ciertas palabras que no quiero reproducir, otros me
goleaban o incluso me retiraban la silla, quitaban el material o
escupían.
Recuerdo en especial un recreo. Solía
ir a la cafetería porque allí había adultos y no podían hacerme
nada, después correteaba hasta la biblioteca y tomaba algún libro
-el que primero pudiese agarrar- para entretenerme aprendiendo y
olvidando que ciertos cobardes estaban esperándome. Curiosamente -a
salvedad de una persona- todos eran hombres. Ellas solían ver, oír
y callar; ellos solían insultar, golpear y romper mis pertenencias.
Ese recreo en concreto fue el peor de
mi vida. Hacía algo más de un mes que mi abuelo había fallecido.
Durante mucho tiempo pensé que parte de la culpa era mía porque no
le obligué a ir antes al médico, pero yo sólo tenía quince años
y no podía hacer demasiado. Un hombre adulto debe saber bien qué
hacer y qué no hacer, ¿no es así? Así que para colmo estaba
herido mentalmente como para soportar que nada más bajar me
escupieran en la cara, se rieran entre ellos y se codearan.
Obviamente fui a limpiarme el rostro y a intentar mantenerme en pie,
pero no podía. Lloré encerrado en el cubilete del aseo durante unos
buenos minutos, después me intenté tomar la manzana que llevaba y
el pequeño bocadillo que me había preparado para intentar -de algún
modo- comer algo ya que llevaba días con el estómago cerrado.
Después de mi “desayuno” salí y
al salir me estaban esperando. Los golpes vinieron de un lado y otro,
ni siquiera pude apreciar quien me daba una patada o quien me
golpeaba con los puños. Al llegar el timbrazo todos desaparecieron y
yo subí adolorido a clases. La boca me sabía a sangre, pues tenía
las encías ensangrentadas y me dolían las piernas de las patadas.
Habían sido unos cinco minutos, pero yo sentí que habían sido
muchos más. Tomé asiento como pude en mi pupitre y cuando llegó el
tiempo del cambio de clases pude sentir como me quemaban el cabello.
Luego, como si nada, uno me rompió una libreta.
Supongo que al llegar a casa, sin poder
tener el consuelo de los abrazos de mi abuelo, me hice a mí mismo
una promesa y sería que yo me defendería con uñas y dientes. A
partir de entonces intentaba responder a los golpes y un día lo
hice, lo hice demasiado bien y fui enviado a jefatura. Allí
quisieron condenar los hechos que había cometido contra dos
compañeros, pues uno de ellos tenía el labio roto y otro un ojo
algo amoratado. Por supuesto, el jefe de estudios y todo el
profesorado sabían que me destruían día a día, pero no hicieron
nada. No obstante, el monstruo apareció y les pareció “peligroso”.
No hicieron nada en mi contra, ¿motivo?
Me defendía y mis argumentos dejaron de piedra tanto a los padres de
los estúpidos niñatos como al director y jefe de estudios: Cuidado,
tengo partes de lesiones del hospital. También puedo ir a un
psicólogo y tener un parte psicológico de todo lo que me han estado
haciendo. Cuidado... que quizá más de uno se queda expulsado del
instituto y otros sin empleo.
Tenía diecisiete cuando logré salir
de ese infierno, pero caí en otros. Siempre he intentado ser amable
con todo el mundo porque nadie tiene derecho a llevarse un mal gesto
mío por todos los que tuve con relación a otras personas. Nadie
tiene derecho a eso. Todos deben tener un trato digno y justo.
Este comportamiento lo sigo viendo en
redes sociales muy seguido, pero también en la calle. Hacia chicos y
chicas trans, hacia personas no-binarias y hacia mujeres cisgéneros.
A nosotros nos atacan mucho más porque somos un colectivo que
inclusive estamos pisoteados por muchas mujeres cis, que aunque no
son la mayoría... ahí están. A día de hoy sólo puedo decir que
la educación es fundamental. Una educación en valores hacia los
jóvenes, pero también hacia los profesores y hacia todo el mundo en
general. La gente no está educada en la transexualidad, no está
concienciada, no conoce nada y se atreven a juzgarnos.
Sólo puedo decir que aquellos que
están en esta situación -aunque sólo sean insultos- que todo
llega. Que tomen el poder de saber que tienen unos derechos -sobre
todo si hablamos de Andalucía- y que denuncien. No os calléis, no
os quedéis de brazos cruzados. Pero, sobre todo y ante todo, también
quiero deciros que sois hombres y mujeres biológicos aunque hayáis
nacido trans. Sois vosotros mismos, debéis aprender a respetaros y
amaros, así como a comprender que quien se acerque a ti con respeto
y amistad apreciará a la persona que eres y no a un disfraz de
cisgénero. Se tú mismo o tú misma, disfruta de la juventud y no
pierdas la sonrisa por otrxs que no te van a valorar jamás, pues
prefieren la comodidad de sus cisnormas y privilegios.
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