Miraba desde su perfecta posición como
numerosos ciudadanos se movían en una maraña bien sincronizada de
almas, cargadas de esperanza como de paquetes de llamativos colores y
envueltos en un espíritu consumista que les hacía sentir extasiados
y expectantes con el paso de cada minuto. Las calles estaban heladas,
la nieve se agolpaba a un lado y otro de la acera, y aún así iban y
venían. Había numerosas conversaciones sin importancia, pero
siempre había alguna que llamaba poderosamente su atención. Sus
enormes ojos se fijaban en la persona que hablaba por teléfono
móvil, a un compañero o simplemente consigo misma revisando la
enorme lista de regalos que debía conseguir tachar para antes de la
fecha señalada por todos en el calendario.
Ya no muchos pedían muñecas y menos
como ella. Todos los que pedían juguetes querían tecnología, lo
cual hacía que ella se sintiese que le faltaba algo y ese “algo”
la pudría por dentro. Ella no era una persona, no a ojos de los
demás, pues aunque tenía la apariencia apropiada, dictaminada por
los modelos de belleza y características físicas como era tener dos
ojos, dos manos o dos hermosas piernas, no lograba ser aceptada como
alguien cuya alma sufría y más en fechas en las que sus compañeras
lograban un hogar.
La última muñeca doctora desfilaba ya
por la cinta de caja en manos de una orgullosa mujer que la llevaría
consigo para su pequeña. Esa muñeca tenía un mecanismo que la
hacía hablar, un estetoscopio que al pulsarlo sonaba los latidos de
un corazón y una caja de artilugios médicos con luz y sonido. Era
demasiado delgada y con una cintura muy estrecha, llevaba además un
escote exuberante y parecía decirles a todas que sonreír te hacía
parecer mucho más especial si llevabas un hermoso labial color
guinda.
¿Qué tenía ella? Salvo unos
pantalones tejanos que ya tenía apariencia de ser muy viejos, unas
deportivas blancas demasiado simples y una camiseta holgada que
cubría sus pocas curvas. Se miró las manos y estaban vacías. Ni
siquiera la habían fabricado con algún artículo extra. Su cabello
no era tan largo, bonito y perfumado como el de su compañera. Y,
para colmo, las demás que quedaban junto a ella, en el escaparate,
eran todavía más llamativas que la doctora porque tenían equipo de
equitación y un hermoso caballo percherón o un deportivo de lujo
para ir a la playa. Ella sólo se tenía así misma y sus enormes
pestañas negras que engarzaban unos ojos pardos llenos de tristeza.
—Quiero eso—dijo escuchando a un
niño aproximándose al escaparate.
—¿No prefieres un soldado?—preguntó
no muy segura su madre mientras colocaba sus delgadas y maternales
manos sobre los hombros del pequeño. Este se giró serio para luego
girarse de nuevo, mirar el juguete, echando una rápida ojeada
después al resto, entretanto la madre rogaba porque decidiese elegir
las formidables pistolas, el tren de juguete o los balones que había
más abajo.
—No. Quiero la muñeca—contestó
muy decidido.
—¿Por qué una muñeca?
—¿Por qué no? Me dices siempre que
puedo jugar con lo que quiera... ¡Y yo quiero ser el papá de esa
muñeca!
El rostro de la madre mostraba
confusión y algo de espanto, pero el pequeño de seis años
insistía. Deseaba una muñeca y ella decidió que siendo navidad
debía ser una buena paje real que intercediera por los tres
majestades de oriente. Sin embargo, la muñeca que señalaba le
parecía muy simple.
—¿Y tiene que ser esa?
—Sí, es la más bonita—respondió.
La muñeca no podía creer lo que oía.
Ella era simple, siempre se había sentido humillada por su
fabricante e incompleta. Sin embargo, el niño la miraba ilusionado
desde su pequeña estatura.
—¿Por qué es la más bonita? ¿No
te parece la más simple? Creo que ni siquiera funciona a
pilas—comentó percatándose que ni siquiera tenía ya envoltorio
que la cubriese. Posiblemente la habían dado por imposible de vender
y la habían abandonado a su suerte. Era un juguete que ni salía en
televisión para que los pequeños se familiarizaran con ella. Si
bien, ahí estaba y su hijo parecía querer forzosamente que fuese
ella y no otra su regalo.
—Yo creo que no le falta ni le sobra
nada. Ella es diferente y eso la hace maravillosa—dijo sin tapujos
colocando bien sus manos sobre el vidrio del escaparate.
—Diferente...
—Sí, como tú. Tú eres diferente a
todas las mamás. Todas sois diferentes y eso no os hace peores. ¿No
eres tú quien dice que nadie es igual a otro y por eso no hay que juzgarlos
por su apariencia sino por su corazón?—preguntó apoyando la
frente sobre el vidrio.
Ya empezaba a creer que su madre iba a
hacerlo desistir y que los reyes no traerían la muñeca. Sabía bien
que la opinión de su madre era crucial para que los magos hiciesen
su aparición junto a su ansiado regalo.
—Cuando lleguemos a casa escribiremos
una nueva carta e incluiremos a esa muñeca—dijo su madre.
La madre al fin lo comprendió. Los niños
aman la diversidad, no ven las carencias que otros creemos que poseen
otras personas por el mero hecho de ser distintos, y a sus ojos
cualquier juguete puede ser un compañero perfecto. Entretanto,
nuestra protagonista, sintió que al fin tendría un hogar y no se
equivocó. La fría y lluviosa mañana de reyes apareció junto a los
zapatos dejados por su joven dueño. Él se llamaba Arturo y ella fue
llamada Marta. Marta enseñó a Arturo a ser un buen padre y a
compartir su tiempo de juegos con su hermana mayor. Sin duda alguna
ambos fueron felices porque las diferencias suman felicidad, enseñan
respeto y libertad.
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